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Los viajes de San Agustín de Hipona


San Agustín nace en Tagaste (en la actual Souk Ahras, al noroeste de Argelia) el 13 de noviembre del año 354 (IMAGEN 1). Su padre, Patricio, un modesto funcionario municipal, se sacrificó cuanto pudo para que su hijo pudiera estudiar. Tanto fue así que el joven Agustín, a los doce años, dejó Tagaste para ir a estudiar cursos de literatura y oratoria a la vecina localidad de Madaura, (IMAGEN 2) donde comenzó a despertarse en él el amor por las letras. Será también allí, durante su primer periplo estudiantil, donde conoció la pasión por el juego y la afición a los espectáculos frívolos. Dos años después, concluidos los estudios que podía cursar en Madaura, regresó a Tagaste, para partir de nuevo un año más tarde, en el 370, a Cartago, (IMAGEN 3) la segunda Roma. Será allí donde la personalidad del futuro santo, sensible y vitalista a partes iguales, se abrirá a la vida animada y exuberante de la gran urbe, sintiéndose irremediablemente atraído por el lujo y el ocio. En torno a él, bullía un ambiente de amores libertinos, de representaciones teatrales y de espectáculos varios que ofrecía la metrópolis africana. La etapa en Cartago marcará, de hecho, irremediablemente la vida de Agustín, no sólo por el nacimiento de su hijo Adeodato, en el año 371 ó 372, sino también por su adhesión a la secta maniquea, una de las etapas de su recorrido incansable tras la búsqueda de la verdad. En el 373 regresará a Tagaste, con un equipaje repleto de libros y de dudas.

Tras un breve período en Tagaste y la posterior vuelta a Cartago, rompió definitivamente con los maniqueos y emprendió su viaje a Roma (IMAGEN 4), con la idea de hacer fortuna y consagrarse como maestro en el arte de la retórica. De la ciudad eterna, Agustín decidió emigrar a Milán (IMAGEN 5), donde se encontró con Ambrosio, cuyos sermones provocaron súbitamente en el santo una clara fascinación, tanto en su mente como en su corazón. Mientras tanto, a pesar de los esfuerzos y las lágrimas de Mónica, su madre, su lucha moral, espiritual e intelectual se mantenía en un estado continuo e imperturbable. No obstante, tras algunos años de combates y reticencias, a la edad de treinta y dos años, Agustín entregó definitivamente las armas en septiembre del año 386, abrazando la Fe de la Iglesia Católica, de la que se había alejado buscando la verdad y a la que volvía ahora tras reconocer que sólo ella la custodia y sólo ella es capaz de transmitirla. En aquel momento, abandonó definitivamente a los maniqueos para volver al catecumenado, preparándose para recibir el bautismo.


En aquel mismo año, se trasladó a una casa de campo en Casiciaco (IMAGEN 6), donde junto a un grupo de amigos decidió formar una comunidad, retirados del bullicio de la ciudad, compartiendo pan, diálogo, oración y trabajo. Tan solo un año después, en la Vigilia Pascual del año 387, Agustín recibió el bautismo de manos de san Ambrosio junto a su hijo Adeodato.

A finales de verano del mismo año, Agustín y su grupo se dispusieron a partir hacia África, pero una vez llegados a Ostia (IMAGEN 7) para embarcar, se lo impidieron algunas circunstancias surgidas por la situación política. Santa Mónica murió allí en agosto del 387. De vuelta a Tagaste, el santo se enfrentó a la muerte de su hijo Adeodato, convirtió su casa en una suerte de monasterio, en el que intentó iniciar un proyecto de vida en común junto a otros compañeros, y donde ponían en práctica las palabras del evangelio y de los hechos de los apóstoles.


En el año 391, Agustín viajó a Hipona (IMAGEN 8) para entrevistarse con un funcionario público, y allí, por designación popular, permaneció al servicio del obispo Valerio, que le ordenaría sacerdote y le nombraría predicador. Allí, tras cuatro años al servicio del obispo y de los fieles, en el año 395, fue consagrado obispo coadjutor de Valerio, heredando la sede de Hipona al morir éste; allí vivió como un buen pastor, predicando incansablemente, y escribiendo cuando podía, hasta su muerte por fiebres en el año 430, tras una vida gastada radicalmente por Dios y por la Iglesia; y allí, siempre al lado de su rebaño, quizá echando la vista atrás, a sus aventuras, viajes y búsquedas incansables, terminaría quizá de descubrir aquello de que “viajan los hombres por admirar las alturas de los montes y las ingentes olas del mar, y las anchurosas corrientes de los ríos, y la inmensidad del océano, y el giro de los astros, y se olvidan de sí mismos” (Conf. 10, 8, 15)

Paradójicamente, en contraposición a otros santos cuyos viajes apostólicos llenarían galerías infinitas de fotografías, haciendo de muchas guías de viaje comerciales meros panfletos publicitarios, san Agustín viajó poco una vez se encontró con Jesucristo. Quizá fue el anhelo de exprimir al máximo esa belleza siempre antigua y siempre nueva que tanto tardó en amar, esa belleza que tanto buscó por fuera, lanzándose sobre las cosas hermosas por Él creadas, lo que le hizo centrarse preferentemente en ella una vez reconoció que estaba dentro de él y que había gastado tantos años de su vida buscándola donde no la podía encontrar. Y es que, quizá, no fueron años perdidos aquellos años, sino más bien una preparación para volverse radicalmente a Dios, habiendo experimentado que ni las grandes ciudades del Imperio, ni su bullicio perenne, ni los amigos sin Cristo, ni el prestigio, ni los libros más elevados habían saciado esa sed infinita que ahogaba su corazón. Por eso, ciertamente, una vez encontró el tesoro del que habla el Evangelio, vendió todas sus posesiones para comprar ese campo (cf. Mt 13, 44-46) y dedicó su vida a ese Amor que tanto había buscado a tientas, sin necesidad de recorrer el mundo esperando encontrar algo más sublime. San Agustín escogió la parte buena que jamás le sería arrebatada y entregó su vida a Dios y a sus ovejas, permaneciendo en Hipona sus últimos treinta y nueve años de vida, desde su ordenación sacerdotal y posteriormente episcopal, hasta que cayó enfermo de fiebres y marchó definitivamente hacia la Patria celeste y al encuentro con el Amado en el año 430.


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