Comemorando Nicea, una oportunidad para «fomentar la reconciliación y fortalecer la búsqueda de la unidad entre las distintas tradiciones cristianas»
- OSA Curia
- 16 abr
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Se cumplen 1.700 años de uno de los concilios más importantes de la historia: Nicea. El concilio que reafirmó que Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre, y cuya conmemoración «representa, tanto para los cristianos como para la Iglesia y el movimiento ecuménico, una oportunidad significativa de reflexión sobre los orígenes doctrinales y estructurales del cristianismo».

Del 2 al 5 de abril, se ha celebrado en Roma un congreso académico que conmemora diecisiete siglos del Concilio de Nicea y que han acogido el Pontificio Instituto Patrístico Augustinianum y la Pontificia Universidad de Santo Tomás de Aquino. Han contribuido otras entidades como el Institute of Eastern Christian Studies de Toronto, la Australian Catholic University, la Domus Australia y la A.G. Leventis Foundation. El padre Juan Antonio Cabrera Montero OSA, preside del Pontificio Instituto Patrístico Agustiniano, ha inaugurado unas jornadas en las que han participado docenas de especialistas de todo el mundo, como el exarzobispo de Canterbury, Rowan Williams, Christoph Markschies, Lewis Ayres, Emanuela Prinzivalli, Samuel Fernández, Chiara Curzel y Angelo Segneri, algunos de los cuales son profesores en el Instituto Patrístico. A lo largo de las sesiones se ha vuelto la mirada a la doctrina de los Padres, desde san Ireneo de Lyon o Clemente de Alejandría hasta san Jerónimo y san Gregorio Magno. Y, por supuesto, san Agustín. Un concilio que ha servido para robustecer el modo como el cristianismo entiende la relación que existe entre lo humano y lo divino y que asienta una mentalidad humanística repleta de actitud positiva y confiada. Para explicar algunos detalles de este congreso, hablamos con el padre Felipe Suárez Izquierdo (OSA), profesor de Patrología Fundamental en el Pontificio Instituto Patrístico Augustinianum.
¿Cuándo se decidió organizar este Congreso?
La organización del Congreso intitulado “Nicaea 2025, event, context and reception” comenzó hace tres años con motivo de los 1.700 años de la celebración del Concilio de Nicea del 325. Es un Congreso organizado por el Pontificio Instituto Patristicio Augustinianum y la Pontificia Universidad Santo Tomás de Aquino (Angelicum).
¿Qué supone para los cristianos, para la Iglesia, para el ecumenismo la conmemoración de Nicea?
La conmemoración del Concilio de Nicea (325) representa, tanto para los cristianos como para la Iglesia y el movimiento ecuménico, una oportunidad significativa de reflexión sobre los orígenes doctrinales y estructurales del cristianismo. Este concilio marcó un hito en la historia de la Iglesia al establecer, por primera vez, una formulación común y oficial de la fe cristiana —el Credo niceno— que buscaba responder a las tensiones doctrinales del momento, especialmente en torno a la identidad de Cristo.
Para los cristianos en general, rememorar Nicea significa volver la mirada a una etapa fundacional en la que se definieron elementos esenciales de la fe compartida, lo que ofrece un punto de referencia común más allá de las divisiones confesionales actuales. Para la Iglesia, implica reconocer tanto el valor de la unidad dogmática alcanzada, como los desafíos que supuso el entrelazamiento entre poder político e institucionalidad eclesial, un fenómeno que ha condicionado buena parte de su historia posterior.
En el ámbito del ecumenismo, la conmemoración de Nicea adquiere un valor simbólico y práctico. Muchas de las confesiones cristianas —católica, ortodoxa y numerosas iglesias protestantes— reconocen en el Credo niceno un patrimonio teológico común. Esto convierte al concilio en un espacio histórico de convergencia, que puede facilitar el diálogo, fomentar la reconciliación y fortalecer la búsqueda de la unidad entre las distintas tradiciones cristianas, no a partir de una uniformidad impuesta, sino desde la recuperación de una memoria compartida.
En suma, conmemorar Nicea no es solo un ejercicio de memoria histórica, sino también una invitación a releer críticamente los fundamentos de la fe cristiana, a comprender los procesos que dieron forma a su institucionalización y a promover espacios de comunión en la diversidad.
De Nicea se suelen relatar versiones simplificadas, como el peso excesivo de Constantino: ¿qué señala usted sobre estos “relatos”? ¿Hace falta explicar mejor Nicea?
Es fundamental preguntarse desde qué enfoque deseamos estudiar la figura de Constantino: ¿desde una perspectiva teológica, histórica, devocional —considerando que es venerado como santo en la Iglesia oriental—, o a partir del análisis de las fuentes? No tener claridad sobre este punto puede llevarnos a una interpretación errónea del personaje.
Existe una abundante literatura, tanto antigua como contemporánea, sobre Constantino y su papel en el Concilio de Nicea. Ya en la época patrística se escribía sobre él, lo cual evidencia la relevancia que tenía el emperador en asuntos religiosos. Más allá de las interpretaciones positivas o negativas que se han hecho de su figura, lo que resulta evidente es que, tanto antes como después de su reinado, la relación entre lo político y lo religioso era inseparable. La noción de laicidad, tal como la entendemos hoy, no existía. Desde una perspectiva pagana, pertenecer a una comunidad implicaba también compartir su religión: un ciudadano podía ser al mismo tiempo soldado y sacerdote en su propio hogar. Aquellos grupos que se apartaban de esa unidad social-religiosa eran vistos con recelo, lo cual podría explicar en parte la persecución que sufrió el cristianismo en sus primeros siglos.
Conviene señalar que, aunque la protección imperial otorgada por Constantino representó un impulso significativo para la consolidación institucional de la Iglesia, también implicó ciertas limitaciones. A partir de su intervención, la fe cristiana comenzó a ser objeto de interés y gestión política, lo que introdujo en los debates teológicos una dimensión partidista que condicionó su desarrollo. Esta politización contribuyó a la complejización y dilación en la resolución de diversas controversias doctrinales, como se evidencia tanto en la prolongada crisis arriana —que abarcó el periodo anterior, durante y posterior al Concilio de Nicea— como en la controversia donatista, que tuvo lugar durante la estancia de Constantino en Occidente.
¿Qué personajes fueron más relevantes en Nicea y en el “post-concilio”?
Entre las figuras más relevantes del Concilio de Nicea (325) se encuentra el emperador Constantino, cuya iniciativa y respaldo político resultaron decisivos para la convocatoria y desarrollo del evento. En el plano teológico, el análisis del historiador Adolf von Harnack identifica cinco posiciones trinitarias representadas por distintos protagonistas del concilio. Arrio, presbítero de Alejandría, fue el principal defensor de la tesis que negaba la plena divinidad del Hijo. Eusebio de Cesarea, situado en una posición intermedia entre Arrio y Alejandro de Alejandría, tuvo un rol significativo no sólo como teólogo, sino también como cronista, ya que a través de sus obras se conserva gran parte de la información sobre el concilio y sobre Constantino. Alejandro de Alejandría, junto con su joven diácono Atanasio, defendió con firmeza la consustancialidad del Hijo con el Padre, doctrina que finalmente se impuso en el texto del Credo niceno. También estuvieron presentes figuras como Eustacio de Antioquía, quien sostenía una forma de monarquianismo moderado, y Marcelo de Ancira, representante de un monarquianismo “dinámico”, ambas corrientes preocupadas por preservar la unicidad divina frente a las formulaciones subordinacionistas.
En el periodo posterior al concilio, Atanasio emergió como una figura clave en la defensa del credo niceno, enfrentando múltiples exilios y controversias. Su persistencia fue determinante en la consolidación de la ortodoxia trinitaria. Más adelante, los llamados Padres Capadocios —Basilio de Cesarea, Gregorio de Nacianzo y Gregorio de Nisa— desempeñaron un papel crucial al profundizar y sistematizar la teología trinitaria, sentando las bases para su recepción definitiva en los concilios posteriores.
¿Cómo se siente interpelada la espiritualidad agustiniana con Nicea? ¿Y el propio Agustín?
Hablar de Nicea en la época de Agustín implica, ante todo, referirse a la “fe nicena” como una expresión ya consolidada dentro del pensamiento teológico cristiano. Para entonces, la doctrina trinitaria formulada en el Concilio de Nicea (325) había sido objeto de múltiples procesos de recepción, asimilación y reelaboración en el ámbito de la reflexión patrística. En consecuencia, la noción de “fe nicena” en tiempos de Agustín se vinculaba más estrechamente con la regula fidei, es decir, con el criterio objetivo de la fe de la Iglesia, que con los enunciados específicos del concilio original. Incluso en el desarrollo interno de la teología trinitaria agustiniana puede advertirse una evolución progresiva que alcanza su madurez en el De Trinitate, obra en la que se cristaliza una síntesis teológica de notable profundidad y elaboración.
Más que una simple interpelación, se trata fundamentalmente de asumir la responsabilidad eclesial de custodiar, desde nuestra particular pertenencia a la Orden de San Agustín, un valioso patrimonio histórico y religioso que ha contribuido de manera decisiva a la configuración de nuestra cultura. Este legado ha dejado una huella profunda en múltiples ámbitos —la tradición, el arte, la liturgia, la literatura, la ciencia, la arquitectura, la política, e incluso en la concepción misma del espíritu humano—, por lo que su conservación constituye una tarea esencial para la memoria y la identidad de la Orden de San Agustín y, por ende, de la Iglesia.

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